"El siglo y el perdón", por Jacques Derrida

12 novembro, 2010


Jacques Derrida
EL SIGLO Y EL PERDÓN

Entrevista con Michel Wieviorka[i], traducción de Mirta Segoviano (modificada Horacio Potel) en El siglo y el perdón seguida de Fe y saber.- 1ª. ed., Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003, pp. 7-39. 


Michel WieviorkaSu seminario trata acerca de la cuestión del perdón. ¿Hasta dónde se puede perdonar? Y el perdón, ¿puede ser colectivo, es decir, político e histórico?
 Jacques Derrida. En principio, no hay un límite para el perdón, no hay medidano hay moderación, no hay “¿hasta dónde?”. Siempre que, evidentemente, acordemos algún sentido “propio” a esta palabra. Ahora bien, ¿a qué llamamos “perdón”? ¿Qué es aquello que requiere un “perdón”? ¿Quién requiere, quién apela al perdón? Es tan difícil medir un perdón como tomar las medidas de estas preguntas. Por varias razones, que me apronto a situar.
 1. En primer lugar, porque se mantiene el equívoco, principalmente en los debates políticos que reactivan y desplazan hoy esta noción, en todo el mundo. El perdón se confunde a menudo, a veces calculadamente, con temas aledaños: la disculpa, el pesar, la amnistía, la prescripción, etc., una cantidad de significaciones, algunas de las cuales corresponden al derecho, al derecho penal con respecto al cual el perdón debería permanecer en principio heterogéneo e irreductible.
 2. Por enigmático que siga siendo el concepto de perdón, ocurre que el escenario, la figura, el lenguaje a que tratamos de ajustarlo, pertenecen a una herencia religiosa (digamos abrahámica, para reunir en ella el judaísmo, los cristianismos y los islams). Esta tradición -compleja y diferenciada, incluso conflictiva- es singular y a la vez está en vías de universalización, a través de lo que cierto teatro del perdón pone en juego o saca a la luz.
 3. En consecuencia y éste es uno de los hilos conductores de mi seminario sobre el perdón (y el perjurio)-, la dimensión misma del perdón tiende a borrarse al ritmo de esta mundialización, y con ella toda medida, todo límite conceptual. En todas las escenas de arrepentimiento, de confesión, de perdón o de disculpas que se multiplican en el escenario geopolítico desde la última guerra, y aceleradamente desde hace unos años, vemos no sólo a individuos, sino a comunidades enteras, corporaciones profesionales, los representantes de jerarquías eclesiásticas, soberanos y jefes de Estado, pedir “perdón”. Lo hacen en un lenguaje abrahámico que no es (en el caso de Japón o de Corea, por ejemplo) el de la religión dominante en su sociedad, pero que se ha transformado en el idioma universal del derecho, la política, la economía o la diplomacia: a la vez el agente y el síntoma de esta internacionalización. La proliferación de estas escenas de arrepentimiento y de “perdón” invocado, significa sin duda una urgencia universal de la memoria: es preciso volverse hacia el pasado; y este acto de memoria, de autoacusación, de “contrición”, de comparecencia, es preciso llevarlo a la vez más allá de la instancia jurídica y más allá de la instancia Estado-nación. Uno se pregunta, entonces, lo que ocurre a esta escala. Las vías son muchas. Una de ellas lleva regularmente a una serie de acontecimientos extraordinarios, los que, antes y durante la Segunda Guerra Mundial, hicieron posible, en todo caso “autorizaron”, con el Tribunal de Nuremberg, la institución internacional de un concepto jurídico como el de “crimen contra la humanidad”. Ahí hubo un acontecimiento “performativo” de una envergadura aún difícil de interpretar.
Incluso cuando palabras como “crimen contra la humanidad” circulan ahora en el lenguaje corriente. Este acontecimiento mismo fue producido y autorizado por una comunidad internacional en una fecha y según una figura determinadas de su historia. Ésta se entrelaza, pero no se confunde, con la historia de una reafirmación de los derechos del hombre, de una nueva Declaración de los derechos del hombre. Esta especie de mutación ha estructurado el espacio teatral en el que se juega -sinceramente o no- el gran perdón, la gran escena de arrepentimiento que nos ocupa. A menudo tiene los rasgos, en su teatralidad misma, de una gran convulsión -nos atreveríamos a decir ¿de una compulsión frenética?-. No: responde también, felizmente, a un “buen” movimiento. Pero el simulacro, el ritual automático, la hipocresía, el cálculo o la caricatura a menudo son de la partida, y se invitan como parásitos a esta ceremonia de la culpabilidad. He ahí toda una humanidad sacudida por un movimiento que pretende ser unánime, he ahí un género humano que pretendería acusarse repentinamente, y públicamente, y espectacularmente, de todos los crímenes efectivamente cometidos por él mismo contra él mismo, “contra la humanidad”. Porque si comenzáramos a acusarnos, pidiendo perdón, de todos los crímenes del pasado contra la humanidad, no quedaría ni un inocente sobre la Tierra -y por lo tanto nadie en posición de juez o de árbitro-. Todos somos los herederos, al menos, de personas o de acontecimientos marcados, de modo esencial, interior, imborrable, por crímenes contra la humanidad. A veces esos acontecimientos, esos asesinatos masivos, organizados, crueles, que pueden haber sido revoluciones, grandes Revoluciones canónicas y “legítimas”, fueron los que permitieron la emergencia de conceptos como ‘derechos del hombre’ o ‘crimen contra la humanidad’.
Ya se vea en esto un inmenso progreso, una mutación histórica, ya un concepto todavía oscuro en sus límites, y de cimientos frágiles (y puede hacerse lo uno y lo otro a la vez -me inclinaría a esto, por mi parte-), no se puede negar este hecho: el concepto de “crimen contra la humanidad” sigue estando en el horizonte de toda la geopolítica del perdón. Le provee su discurso y su legitimación. Tome el ejemplo sobrecogedor de la comisión Verdad Reconciliación en Sudáfrica. Sigue siendo único pese a las analogías, sólo analogías, de algunos precedentes sudamericanos, en Chile principalmente. Y bien, lo que ha dado su justificación última, su legitimidad declarada a esta Comisión, es la definición del apartheid como “crimen contra la humanidad” por la comunidad internacional en su representación en la ONU.
Esa convulsión de la que hablaba tomaría hoy el sesgo de una conversión. Una conversión de hecho y tendencialmente universal: en vías de mundialización. Porque si, como creo, el concepto de crimen contra la humanidad rige la acusación de esta autoacusación, de este arrepentimiento y de este perdón solicitado; si, por otra parte, una sacralidad de lo humano puede por sí sola, en última instancia, justificar este concepto (nada peor, en esta lógica, que un crimen contra la humanidad del hombre y contra los derechos del hombre); si esta sacralidad encuentra su sentido en la memoria abrahámica de las religiones del Libro y en una interpretación judía, pero sobre todo cristiana, del “prójimo” o del “semejante”; si, en consecuencia, el crimen contra la humanidad es un crimen contra lo más sagrado de lo viviente, y por lo tanto contra lo divino en el hombre, en Dios-hecho-hombre o el hombre-hecho-Dios-por-Dios (la muerte del hombre y la muerte de Dios denuncian aquí el mismo crimen), entonces la “mundialización” del perdón semeja una inmensa escena de confesión en curso, por ende una convulsión-conversión-confesión virtualmente cristiana, un proceso de cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana.
Si, como sugería hace un momento, ese lenguaje atraviesa y acumula en él potentes tradiciones (la cultura “abrahámica” y la de un humanismo filosófico, más precisamente de un cosmopolitismo nacido a su vez de un injerto de estoicismo y de cristianismo paulino), ¿por qué se impone hoy a culturas que no son originalmente ni europeas ni “bíblicas”? Pienso en esas escenas donde un primer ministro japonés “pidió perdón” a los coreanos y a los chinos por las violencias pasadas. Presentó ciertamente sus heartfelt apologies a título personal, sobre todo sin comprometer al emperador a la cabeza del Estado, pero un primer ministro compromete siempre más que una persona no pública. Recientemente hubo verdaderas negociaciones al respecto, esta vez oficiales y reñidas, entre el gobierno japonés y el gobierno surcoreano. Estaban en juego reparaciones y una reorientación político-económica. Esas tratativas apuntaban, como casi siempre ocurre, a producir una reconciliación (nacional o internacional) propicia a una normalización. El lenguaje del perdón, al servicio de finalidades determinadas, era cualquier cosa menos puro y desinteresado. Como siempre en el campo político.

Dilma: fazer rescender o perfume do tempo

01 novembro, 2010



“quem, como eu, lutou pela democracia e pelo direito de livre opinião arriscando a vida; quem, como eu e tantos outros que não estão mais entre nós, dedicamos toda nossa juventude ao direito de expressão, nós somos naturalmente amantes da liberdade”. {Dilma Vana Rousseff, mulher, ex-guerrilheira, economista, presidenta eleita do Brasil.}



Hoje acordei com a sensação de que ontem fizemos história. Não se deve limitar a eleição de Dilma – como a mídia tem começado a fazer sistematicamente – ao fato (importante, sem dúvida) de que elegemos uma mulher. Assim como o governo Lula teve por desafio superar na prática governamental o "aturdimento" de termos eleito o primeiro operário Presidente da República, o primeiro desafio de Dilma é governar de tal modo entranhada na realidade que, a exemplo do que ocorreu com Lula, não nos lembremos a todo momento de que houvéramos “eleito um operário”, ou, agora, “uma mulher”...
Tanto no caso de Lula como no de Dilma, há uma potente reconquista e liberação do simbólico, mas o simbólico está aí para ser ultrapassado pelo real. As políticas de distribuição de renda e riqueza, de tutela da vida material dos homens e mulheres Brasil afora, são o real insignificante que superou toda a simbologia – sem dúvida capital, mas insuficiente – de termos, pela primeira vez, um presidente operário. Se Dilma tem a responsabilidade de continuar algo da era Lula, é essa sensibilidade para deixar-se afetar pelo real.
Tenho muitos bons amigos eleitores de Marina, e repetindo diferentemente, e a seu modo, Viveiros de Castro, costumavam dizer que Marina introduzia pensamento na política. É por isso que eu, pessoalmente, só posso respeitar e valorizar Marina: “ela suspende o tempo” para que possamos pensar, me diziam amigos queridos como Alexandre Nodari e Flávia Cera.
Na noite de ontem, tivemos um novo dado. O pronunciamento de Dilma não foi, como se esperava, o do puro continuísmo, o do futuro contingente e incoercível que arrasta o presente na ideia do progresso desenfreado. Se houve algo mais significativo que o choro de Dilma ao falar sobre Luis Inácio, foi perceber qual o conceito de tempo que animou o discurso de Dilma. A presidenta eleita falou em nome de si mesma, mas também daqueles que “não estão mais entre nós”; da responsabilidade de receber e honrar o legado de Lula. Contudo, Dilma demonstrou saber, também, que o presente é o momento oportuno: “Passada a eleição agora é hora de trabalho”, e de construir uma união nacional pelo desenvolvimento, a fim de erigir no presente “uma ação determinada pelo futuro”. Se Marina suspendia o tempo para que pudéssemos pensar, Dilma recostura a memória, o presente e os devires para que possamos agir.
Uma cultura do tempo absolutamente imanente e não-linear habitou o pronunciamento de Dilma: sua ideia de desenvolvimento está longe de um inexorável caminhar adiante, mas se aproxima de uma política capaz de reconciliar-nos com uma memória inscrita nos corpos dos desaparecidos, dos sobreviventes, com o presente dos famintos e com o futuro, que só poderá sobreviver a si mesmo, se nos auxiliar a criar um povo brasileiro que ainda não existe. Dilma está tão entranhada na atualidade que sabe convocar ao presente as potências da memória e a indeterminação dos devires. Ela é o símbolo de um Estado democrático que expôs, durante essas eleições, a fratura etnocêntrica e fascista do “sul e sudeste” desenvolvidos em face do “norte-nordeste” resgatados da pauperização e em desenvolvimento. 
Dilma, no entanto, não recebe um país políticamente dividido, como querem fazer crer os massmedia; recebe, isso sim, um país a caminho de construir, pela ação positiva de um Estado democrático de Direito no qual liberdade é interpretada sobretudo como comida na mesa, necessidades pulsantes e humanas, a igual dignidade da totalidade de seu povo em construção. Um país em que não haverá privilégios ou cidadãos de segunda ou terceira classe. Alguns paulistas, especialmente, que reclamam da presença de nordestinos em São Paulo, acreditam-se, ainda, e inutilmente, portadores de uma dignidade estamental superior; o fato de que hoje podem mostrar-se em todo o fascismo da expressão “São Paulo para os paulistas”, indica unicamente que essa divisão social tem sido sistematicamente derrubada nos governos do PT. É precisamente essa fratura que tenta recuperar, e a qualquer preço, um certo e violento retorno dos discursos conservadores. O simples fato de esses discursos terem lugar à luz do dia é indiciário de que algo mudou profundamente, e de que algo está por vir: um devir todo-mundo que ultrapassa em muito as políticas públicas setoriais contra as quais os conservadores inutilmente se debatem.
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Nos últimos meses, o Navalha de Dalí (que hoje completa um ano!) e meu Twitter pessoal transformaram-se em pequenas máquinas de guerra. Juntamo-nos àquilo que Idelber Avelar, do blog O Biscoito Fino e a Massa, chama “blogs sujos”. Não peço desculpas aos leitores de A Navalha... porque não é preciso; porque a filosofia é essencialmente prática, e a divisão teoria/prática despotencializa tanto ação quanto o pensamento. É esse tipo de cisão que se encontra reproduzida no fundo de questões eleitoreiras como “Aborto: você é a favor ou contra ‘a vida’?”. Assim posta, a questão converte-se no mais perverso torniquete a esmagar a priori qualquer possibilidade de pensamento. Pensar não é ser a favor ou contra qualquer coisa, nem colocar-se soberanamente acima de tudo aquilo que nos afeta, mas introduzir pensamento no interior da política, fazer da política um veio prático da filosofia, e da filosofia uma prática de pensamento capaz de afetar-nos e variar nossas formas de existência. Esse é o desafio quotidiano e urgente de Dilma, e de cada um de nós – e não se fará sem uma nova experiência do tempo que, julgo, Dilma encampa com a coragem parresiasta de uma guerrilheira.
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