Jacques Derrida
EL SIGLO Y EL PERDÓN
EL SIGLO Y EL PERDÓN
Entrevista con Michel Wieviorka[i], traducción de Mirta Segoviano (modificada Horacio Potel) en El siglo y el perdón seguida de Fe y saber.- 1ª. ed., Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003, pp. 7-39.
* Fonte: http://www.jacquesderrida.com.ar/
Michel Wieviorka. Su seminario trata acerca de la cuestión del perdón. ¿Hasta dónde se puede perdonar? Y el perdón, ¿puede ser colectivo, es decir, político e histórico?
Jacques Derrida. En principio, no hay un límite para el perdón, no hay medida, no hay moderación, no hay “¿hasta dónde?”. Siempre que, evidentemente, acordemos algún sentido “propio” a esta palabra. Ahora bien, ¿a qué llamamos “perdón”? ¿Qué es aquello que requiere un “perdón”? ¿Quién requiere, quién apela al perdón? Es tan difícil medir un perdón como tomar las medidas de estas preguntas. Por varias razones, que me apronto a situar.
1. En primer lugar, porque se mantiene el equívoco, principalmente en los debates políticos que reactivan y desplazan hoy esta noción, en todo el mundo. El perdón se confunde a menudo, a veces calculadamente, con temas aledaños: la disculpa, el pesar, la amnistía, la prescripción, etc., una cantidad de significaciones, algunas de las cuales corresponden al derecho, al derecho penal con respecto al cual el perdón debería permanecer en principio heterogéneo e irreductible.
2. Por enigmático que siga siendo el concepto de perdón, ocurre que el escenario, la figura, el lenguaje a que tratamos de ajustarlo, pertenecen a una herencia religiosa (digamos abrahámica, para reunir en ella el judaísmo, los cristianismos y los islams). Esta tradición -compleja y diferenciada, incluso conflictiva- es singular y a la vez está en vías de universalización, a través de lo que cierto teatro del perdón pone en juego o saca a la luz.
3. En consecuencia y éste es uno de los hilos conductores de mi seminario sobre el perdón (y el perjurio)-, la dimensión misma del perdón tiende a borrarse al ritmo de esta mundialización, y con ella toda medida, todo límite conceptual. En todas las escenas de arrepentimiento, de confesión, de perdón o de disculpas que se multiplican en el escenario geopolítico desde la última guerra, y aceleradamente desde hace unos años, vemos no sólo a individuos, sino a comunidades enteras, corporaciones profesionales, los representantes de jerarquías eclesiásticas, soberanos y jefes de Estado, pedir “perdón”. Lo hacen en un lenguaje abrahámico que no es (en el caso de Japón o de Corea, por ejemplo) el de la religión dominante en su sociedad, pero que se ha transformado en el idioma universal del derecho, la política, la economía o la diplomacia: a la vez el agente y el síntoma de esta internacionalización. La proliferación de estas escenas de arrepentimiento y de “perdón” invocado, significa sin duda una urgencia universal de la memoria: es preciso volverse hacia el pasado; y este acto de memoria, de autoacusación, de “contrición”, de comparecencia, es preciso llevarlo a la vez más allá de la instancia jurídica y más allá de la instancia Estado-nación. Uno se pregunta, entonces, lo que ocurre a esta escala. Las vías son muchas. Una de ellas lleva regularmente a una serie de acontecimientos extraordinarios, los que, antes y durante la Segunda Guerra Mundial, hicieron posible, en todo caso “autorizaron”, con el Tribunal de Nuremberg, la institución internacional de un concepto jurídico como el de “crimen contra la humanidad”. Ahí hubo un acontecimiento “performativo” de una envergadura aún difícil de interpretar.
Incluso cuando palabras como “crimen contra la humanidad” circulan ahora en el lenguaje corriente. Este acontecimiento mismo fue producido y autorizado por una comunidad internacional en una fecha y según una figura determinadas de su historia. Ésta se entrelaza, pero no se confunde, con la historia de una reafirmación de los derechos del hombre, de una nueva Declaración de los derechos del hombre. Esta especie de mutación ha estructurado el espacio teatral en el que se juega -sinceramente o no- el gran perdón, la gran escena de arrepentimiento que nos ocupa. A menudo tiene los rasgos, en su teatralidad misma, de una gran convulsión -nos atreveríamos a decir ¿de una compulsión frenética?-. No: responde también, felizmente, a un “buen” movimiento. Pero el simulacro, el ritual automático, la hipocresía, el cálculo o la caricatura a menudo son de la partida, y se invitan como parásitos a esta ceremonia de la culpabilidad. He ahí toda una humanidad sacudida por un movimiento que pretende ser unánime, he ahí un género humano que pretendería acusarse repentinamente, y públicamente, y espectacularmente, de todos los crímenes efectivamente cometidos por él mismo contra él mismo, “contra la humanidad”. Porque si comenzáramos a acusarnos, pidiendo perdón, de todos los crímenes del pasado contra la humanidad, no quedaría ni un inocente sobre la Tierra -y por lo tanto nadie en posición de juez o de árbitro-. Todos somos los herederos, al menos, de personas o de acontecimientos marcados, de modo esencial, interior, imborrable, por crímenes contra la humanidad. A veces esos acontecimientos, esos asesinatos masivos, organizados, crueles, que pueden haber sido revoluciones, grandes Revoluciones canónicas y “legítimas”, fueron los que permitieron la emergencia de conceptos como ‘derechos del hombre’ o ‘crimen contra la humanidad’.
Ya se vea en esto un inmenso progreso, una mutación histórica, ya un concepto todavía oscuro en sus límites, y de cimientos frágiles (y puede hacerse lo uno y lo otro a la vez -me inclinaría a esto, por mi parte-), no se puede negar este hecho: el concepto de “crimen contra la humanidad” sigue estando en el horizonte de toda la geopolítica del perdón. Le provee su discurso y su legitimación. Tome el ejemplo sobrecogedor de la comisión Verdad y Reconciliación en Sudáfrica. Sigue siendo único pese a las analogías, sólo analogías, de algunos precedentes sudamericanos, en Chile principalmente. Y bien, lo que ha dado su justificación última, su legitimidad declarada a esta Comisión, es la definición del apartheid como “crimen contra la humanidad” por la comunidad internacional en su representación en la ONU.
Esa convulsión de la que hablaba tomaría hoy el sesgo de una conversión. Una conversión de hecho y tendencialmente universal: en vías de mundialización. Porque si, como creo, el concepto de crimen contra la humanidad rige la acusación de esta autoacusación, de este arrepentimiento y de este perdón solicitado; si, por otra parte, una sacralidad de lo humano puede por sí sola, en última instancia, justificar este concepto (nada peor, en esta lógica, que un crimen contra la humanidad del hombre y contra los derechos del hombre); si esta sacralidad encuentra su sentido en la memoria abrahámica de las religiones del Libro y en una interpretación judía, pero sobre todo cristiana, del “prójimo” o del “semejante”; si, en consecuencia, el crimen contra la humanidad es un crimen contra lo más sagrado de lo viviente, y por lo tanto contra lo divino en el hombre, en Dios-hecho-hombre o el hombre-hecho-Dios-por-Dios (la muerte del hombre y la muerte de Dios denuncian aquí el mismo crimen), entonces la “mundialización” del perdón semeja una inmensa escena de confesión en curso, por ende una convulsión-conversión-confesión virtualmente cristiana, un proceso de cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana.
Si, como sugería hace un momento, ese lenguaje atraviesa y acumula en él potentes tradiciones (la cultura “abrahámica” y la de un humanismo filosófico, más precisamente de un cosmopolitismo nacido a su vez de un injerto de estoicismo y de cristianismo paulino), ¿por qué se impone hoy a culturas que no son originalmente ni europeas ni “bíblicas”? Pienso en esas escenas donde un primer ministro japonés “pidió perdón” a los coreanos y a los chinos por las violencias pasadas. Presentó ciertamente sus heartfelt apologies a título personal, sobre todo sin comprometer al emperador a la cabeza del Estado, pero un primer ministro compromete siempre más que una persona no pública. Recientemente hubo verdaderas negociaciones al respecto, esta vez oficiales y reñidas, entre el gobierno japonés y el gobierno surcoreano. Estaban en juego reparaciones y una reorientación político-económica. Esas tratativas apuntaban, como casi siempre ocurre, a producir una reconciliación (nacional o internacional) propicia a una normalización. El lenguaje del perdón, al servicio de finalidades determinadas, era cualquier cosa menos puro y desinteresado. Como siempre en el campo político.